Parafraseando a esos imprescindibles
punk-rockeros levantinos: vamos a ver si entendemos de una vez/
que es lo indecente y lo que no lo es.
El final del verano (léase agosto) y el inicio de los campeonatos de liga, acostumbra a
arrastrar, aparte del inexorable regreso a los monos de trabajo,
cuellos de camisa y horarios de siete tipos diferentes, el histérico
baile de los fichajes, traspasos, cesiones… y de millones de euros,
libras o de cualquier moneda inventada por el ser humano o signo que
lo represente. Nos envuelve esa subasta de ganado en la que, a
diferencia de la que sellaban nuestros abuelos con apretón de manos
y chato de vino (con sus luces y sus sombras), se incurre
sobradamente en la indecencia.
Lejos de lugares comunes que en el
gremio se manejan, más propios de la jerga de burdel, y partiendo de
los años luz que nos distancian hoy en día de aquél todo
necio/confunde valor y precio que nos legó el poeta (dónde
habrá quedado, el pobre) tampoco es tan difícil saber qué es lo
indecente y qué no lo es.
Indecentes son tres cuartas partes del
periodismo deportivo, que descaradamente miente, engaña, manipula y
nos toma por el género bobo (por algo será). Indecentes son las
cifras, indecentes son los modos, indecente es el mensaje, indecente
es la brecha entre ricos y pobres, indecentes son los desequilibrios
entre las divisiones del fútbol profesional, indecente es en general
el negocio del fútbol en particular. E indecente es decir que 100
indecentes millones de euros se reintegran vendiendo indecentes
camisetas: 100 millones, divididos entre los 70 euros del precio
medio por indecente camiseta (siendo generosos) arrojan la imperiosa
necesidad de vender 1.428.571 de elásticas siempre que el 100% de
cada indecente camiseta fuera indecente beneficio para el indecente
club, sin contar con los pedacitos de la tarta que por el camino se
quedan la indecente marca deportiva y demás indecencias. Aunque bien
mirado, casi más indecente es tragarse diciendo felizmente Amén
Jesús.
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