"Curas jugando al fútbol". mítica imagen de Ramón Masats |
En el pequeño pueblo menguante pasé la mayoría de fines de semana y vacaciones de Navidad, Semana Santa y Verano de toda mi infancia y adolescencia. Allí, mis hermanos y yo, nos acoplábamos a los chavales que vivían en el pueblo, los paisanos, y pasábamos las horas chapoteando en arroyos, charcos o barro, jugando al fútbol o, cuando el aburrimiento era feroz, tirándonos piedras.Todavía recuerdo cómo la madre de un niño descalabrado por un tiro de canto certero, afeaba al tirador que "ya su abuelo había matado a un burro de una pedrada". Pero, a pesar de que las piedras están más a mano, y son más baratas que los esféricos, si aparecía un balón, y siempre aparecía, pasábamos las horas muertas chutando a una portería hecha con dos piedras o dos chaquetas, en un pequeño prado de hierba salvaje en invierno y amarilla en verano que llamábamos "El Valle". Allí se desarrollaron todo tipo de lances futbolísticos que pudieran jugarse en formato dos para dos o dos para tres, siendo el "Mundialito" y "La tanda de penaltis" lo formatos más populares. Yo, como niño gordo y patizambo (había otro gordo, pero más hábil con los pies), fui relegado por selección natural balompédica, a la portería, la última posibilidad de redención para el niño que no quería ser marginado. Sucedió que no se me dio mal el desempeño del puesto de guardavallas, aunque es verdad que ya nunca volví a ser un niño normal. Desde temprana edad quedé con la condena y orgullo de ser el portero oficial de mi generación en Saldeana y destrocé cientos de pantalones haciendo jirones las rodillas tras salidas salvadoras o manchándolos de indeleble verdín que acarreaba invariablemente la bronca de mi madre al descubrir el destrozo.
Se podría decir que vivíamos en el paraíso del Buen Salvaje Rousseauiano , pero es sabido que en esta vida, y no hace falta que venga Lao Tsé a vendernos la moto, toda luz arroja su sombra: las broncas maternas y la depresiva vuelta a la civilización los domingos por la tarde no era el único precio que había que pagar por la libertad cimarrona y la laxa supervisión de los abuelos durante nuestra estancia en el pueblo. Había un tema innegociable e inflexible: La asistencia a celebraciones religiosas bajo pena de que fu familia fuera tildada de hereje. Ser gordo es una cosa, ser gordo y portero otra. Pero gordo, portero y hereje se podía comparar a tener un hijo yonki. Así que, sin que los chavales tuviéramos capacidad de decisión, los domingos íbamos a misa, a los Via Crucis de Semana Santa, a las misas en latín con procesión y bajo palio en las fiestas gordas. etc. Tales actividades nos proporcionaban horas de tedio sin igual, pero por aquel entonces la presencia de la Iglesia como institución estaba todavía muy enraizada en el entramado social del pueblo, y un día tu abuela te daba unos pollos para que le llevaras al gorrón del cura y otro el mismo ministro de Dios prohibía ver "La última tentación de Cristo" que la echaban esa noche en la Uno cuando solo había dos canales. En este ambiente se desarrolló la épica historia de "El penalti del prelado".
El obispo Antonio administrando la Confirmación de la fe en Saldeana. Dramatización. |
- Que el obispo quiere tirar un penalti- me llega la onda. Y yo- pues vale- y seguimos a lo nuestro hasta que se despeja el frontón. Alguien le pasa el balón al obispo que lo prepara en una de las marcas del suelo y sonríe con un gesto que quiere ser amable Yo pongo cara de concentración mientras el obispo coge carrerilla, dispuesto a atajar el tiro del obispo. Tal es mi obligación como portero oficial de mi generación. En esto, se acerca uno de los niños mayores que viven en el pueblo,(doce o trece años) y me dice susurrando desde un lateral : "Déjatelo marcar que es el obispo". Yo lo miro extrañado y él se va. Eso que dice no va a pasar. El obispo avanza y chuta. No sé si el obispo es un manta, los zapatos de prelado no son buenos para la práctica del fútbol o bien o no quiere abusar de un niño (...), pero el resultado es que hace una birria de chut, el balón se arrastra despacio por la pista durante un interminable segundo y llega a duras penas a la pared del frontón, donde la detengo dando un paso con el pie izquierdo. Aunque hubiera querido, que no era el caso, habría sido imposible hacer el paripé de dejarme meter el gol sin que pareciera una chufla.
Y supongo que ahí empezó un poco todo, en un sentido y en otro.
J.A.P