miércoles, 21 de noviembre de 2018

HISTORIAS DE FÚTBOL EN EL LEJANO OESTE: EL PENALTI DEL PRELADO

"Curas jugando al fútbol". mítica imagen de Ramón Masats
Año 1999.  Noviembre. El mundo entero está preocupado por las consecuencias del efecto 2000. Preocupación que a posteriori se mostró legítima, viendo la epidemia de idiocia que ha asolado Occidente en el siglo XXI. Ajena e inmune a todo ello, una furgoneta C15  color rojo luciendo pegatina de Medina Azahara en el lateral, recorre carreteras perdidas cerca de la frontera entre Salamanca, Zamora y Portugal. El cielo es azul límpido, el día frío y las cabras hace tiempo renunciaron a transitar aquellos parajes. El conductor de la furgoneta, lejos de ser un heavy flamenco, es un viejo de más de setenta años, pelo gris y ralo, nariz grande y facciones fuertes. Conduce como en un rally y toma las curvas abiertas, sin importarle que si viene otro vehículo de frente lo más probable es que los dos acaben en siniestro total. El desfase entre pegatina y conductor no es lo más extraño, al fin y al cabo, se trata de un vehículo de segunda mano comprada en Vitimotor, Vitigudino. Lo sé, porque coprotagonizo la otra estampa pintoresca que se está desarrollando dentro del vehículo. Los asientos posteriores de  los que dispone la furgoneta han sido retirados para que haya más espacio en la parte trasera. En este espacio  yace un cerdo muerto de doscientos kilos.Encima de él sentados como quién se sienta en un banco, van dos adolescentes. Uno de ellos, años antes, se había enfrentado cara a cara en un penalti con el Obispo de la poderosa Diócesis de Ciudad Rodrigo. Efectivamente, el chaval que cabalgaba el gorrino era yo, mi compañero de banco porcino mi hermano y el conductor mi abuelo Joaquín. Veníamos de buscar el cerdo de la matanza de Encinasola, donde unos paisanos nos criaban el gorrino y lo degollaban  algún fin de semana cercano a San Martín mientras una señora recogía la sangre para hacer morcillas. A nosotros solo nos quedaba transportarlo y hacer el trabajo de despiece y embutido. La idea de ir montados en el cochino fue de mi abuelo, porque últimamente las autoridades se habían puesto serias con eso del transporte de animales sin los permisos adecuados,  por lo cual pensó que si nos topábamos con un vehículo de la Benemérita y estos miraban por la ventanilla, pareceríamos dos personas tranquilamente sentadas en sus asientos y no transportadores irregulares de marranos.  Nos dirigíamos a un pueblo, como otros muchos, olvidado por autoridades y condenado al envejecimiento y la despoblación, donde pervivían costumbres y sistemas de jerarquía fosilizados en el tiempo. A este pequeño pueblo daremos el nombre ficticio de Saldeana.

En el pequeño pueblo menguante pasé la mayoría de fines de semana y vacaciones de Navidad, Semana Santa y Verano de toda mi infancia y adolescencia. Allí, mis hermanos y yo, nos acoplábamos a los chavales que vivían en el pueblo, los paisanos, y pasábamos las horas chapoteando en arroyos, charcos o barro, jugando al fútbol  o, cuando el aburrimiento era feroz, tirándonos piedras.Todavía recuerdo cómo la madre de un niño descalabrado por un tiro de canto certero, afeaba al tirador que "ya su abuelo había matado a un burro de una pedrada". Pero, a pesar de que las piedras están más a mano, y son más baratas que los esféricos, si aparecía un balón, y siempre aparecía, pasábamos las horas muertas chutando a una portería hecha con dos piedras o dos chaquetas, en un  pequeño prado de hierba salvaje en invierno y amarilla en verano que llamábamos "El Valle". Allí se desarrollaron todo tipo de lances futbolísticos que pudieran jugarse en formato dos para dos o dos para tres, siendo el "Mundialito" y "La tanda de penaltis" lo formatos más populares. Yo, como niño gordo y patizambo  (había otro gordo, pero más hábil con los pies), fui relegado por selección natural balompédica, a la portería, la última posibilidad de redención para el niño que no quería ser marginado. Sucedió que no se me dio mal el desempeño del puesto de guardavallas, aunque es verdad que ya nunca volví a ser un niño  normal. Desde temprana edad quedé con la condena y orgullo de ser el portero oficial de mi generación en Saldeana y destrocé cientos de pantalones haciendo jirones las rodillas tras salidas salvadoras o manchándolos de indeleble verdín que acarreaba  invariablemente la bronca de mi madre al descubrir el destrozo. 
Se podría decir que vivíamos en el paraíso del Buen Salvaje Rousseauiano , pero es sabido que en esta vida, y no hace falta que venga Lao Tsé a vendernos la moto, toda luz arroja su sombra:  las broncas maternas y la depresiva vuelta a la civilización los domingos por la tarde no era el único precio que había que pagar por la libertad cimarrona y la laxa supervisión de los abuelos durante nuestra estancia en el pueblo. Había un tema innegociable e inflexible: La asistencia  a celebraciones religiosas bajo pena  de que fu familia fuera tildada de hereje. Ser gordo es una cosa, ser gordo  y portero otra. Pero gordo, portero y hereje se podía comparar a tener un hijo yonki. Así que, sin que los chavales tuviéramos capacidad de decisión, los domingos íbamos a misa,  a los Via Crucis de Semana Santa, a las misas en latín con procesión y bajo palio en las fiestas gordas. etc. Tales actividades nos proporcionaban horas de tedio sin igual, pero por aquel entonces la presencia de la Iglesia como institución estaba todavía muy enraizada en el entramado social del pueblo,  y un día tu abuela te daba unos pollos para que le llevaras al gorrón del cura y otro el mismo ministro de Dios prohibía ver "La última tentación de Cristo" que la echaban esa noche en la Uno cuando solo había dos canales. En este ambiente se desarrolló la épica historia de "El penalti del prelado".


El obispo Antonio administrando la Confirmación
de la fe en Saldeana. Dramatización.
Para el que no haya tenido la suerte de haber sido educado  bajo las directrices del dogma católico, no sabrán muy bien qué es la  Confirmación de la Fe.  Explicado para tontos, es un Sacramento que va en el medio, para que no se haga largo el período entre otros sacramentos como la Comunión y el Matrimionio, en el menos afortunado de los casos o la Extrema Unción en el más afortunado. Algo así como la Copa Confederaciones o la moderna UEFA Nations League, un relleno sin mucha sustancia para que no se haga largo el período entre Mundiales o Eurocopas. Este sacramento caprichoso se suele recibir con quince o dieciséis años, y es el Obispo de la Diócesis el que dirige el cotarro. Pero yo por mis santos cojones  de portero gordo, la hice a los nueve años  con el motivo de aprovechar   la visita del Obispo de Ciudad Rodrigo a nuestro pequeño y salvaje pueblo, después de muchos años de abandono institucional por parte de las autoridades eclesiásticas. Quién sabía si pasarían otros veinticinco años hasta que otro mitrado pisase la aldea, dando lugar a otra tropa de semi herejes.  Así pues, el Prelado Antonio aprovechó la visita para "Confirmar en la fe" a una caterva de unas veinte personas de ambos sexos que oscilaban entre los nueve años el más chico (yo) a veinticinco el más mayor, marcándose  WOLOLO más poderoso que el de un clérigo bizantino del Age of Empires. El rito, sucedió sin incidentes reseñables y después de liberados y desadecentados bajamos las tropa a echar unos balonazos al juego de pelota de una pared, la otra zona deportiva del pueblo, adyacente al anteriormente mencionado "Valle". Con el paso del tiempo, además de las proclamas políticas de la Transición que adornaban el frontón, a alguien se le ocurrió pintar una portería de color fuxia para disfrute de la juventud. Ahora se habla mucho sobre la tecnología en el fútbol y el VAR, y qué pronto nos hemos olvidado de la de discusiones que zanjó tener delimitida una portería en sus tres dimensiones y no calcular si el balón había pasado por encima de la piedra o de la chaqueta a ojo....El caso es que  estaban los cabrones de mis correligionarios fusilándome con algún Mikasa endurecido, cuando aparecieron el cura y el obispo, haciéndose los campechanos. Uno se frotaba sus perfumadas y blancuzcas manos y el otros hacía comentarios populacheros de fútbol mientras el enjambre salvaje seguía a los suyo, dando patadas a todo lo pateable que  cruzara  la pista de cemento. 
- Que el obispo quiere tirar un penalti- me llega  la onda. Y yo-  pues vale-  y seguimos a lo nuestro hasta que se despeja el frontón. Alguien le pasa el balón al obispo que lo prepara en una de las marcas del suelo y sonríe con un gesto que quiere ser amable Yo pongo cara de concentración mientras el obispo coge carrerilla, dispuesto a atajar el tiro del obispo. Tal es mi obligación como portero oficial de mi generación. En esto, se acerca uno de los niños mayores que viven en el pueblo,(doce o trece años) y me dice susurrando desde un lateral : "Déjatelo  marcar que es el obispo". Yo lo miro extrañado y él se va. Eso que dice no va a pasar. El obispo avanza y chuta. No sé si el obispo es un manta, los zapatos de prelado no son buenos para la práctica del fútbol o  bien o no quiere abusar de un niño (...), pero el resultado es que hace una birria de chut, el balón se arrastra despacio  por la pista durante un interminable segundo y llega a duras penas a la pared del frontón, donde la detengo dando un paso con el pie izquierdo. Aunque hubiera querido, que no era el caso,  habría sido imposible hacer el paripé de dejarme meter el gol sin que pareciera una chufla.
Silencio en el juego de pelota. Aparece otra vez el chico de antes y me dice que me vaya, que se pone él, por primera vez en su vida. Hace un teatrillo my gracioso y se deja meter el siguiente tiro del obispo. Yo me piro a casa.

Y supongo que ahí empezó un poco todo, en un sentido y en otro.

J.A.P