Hay historias que se deben empezar a
contar por el final. Y hay finales de historias que son un billete a la
inmortalidad. Sobre todo si son historias de diablos. Y más aún si lo son de
diablos rojos; que le pregunten al Bayern Múnich si tienen o no grabado a fuego
aquel final, minuto 92, del veintiséis de mayo del 99 en el Camp
Nou, donde un viejo rockero llamado Teddy Sheringham y un asesino con cara de niño de nombre Ole Gunnar Solskjaer le abrieron las
puertas del infierno.
La historia que aquí contamos es aún más
antigua, casi veinte años se han desangrado día por día desde el plano
secuencia en trescientos sesenta grados más desafiante, orgulloso y lleno de
carácter del Teatro de los Sueños: Eric Cantona.
Hay mil motivos para recordar a Cantona,
para quererlo, para subirlo a ese olimpo de locos geniales que hacen pensar a
uno que en la vida hay más colores que el blanco, el negro y la asfixiante
escala de grises que va de uno a otro; pero hay uno, esa congelación del tiempo, ese imborrable y
superlativo destello de carácter que te enamora nada más verlo: la celebración
del gol que vistiendo la roja del Manchester United le marcó al Sunderland el
21 de diciembre de 1996. Si ese día Old Trafford no se vino abajo es que ya no
se cae nunca, voto a Bríos.
El gol es un golazo, arrancando con magia
maradoniana en el medio del campo, lleno de potencia después, energía en bruto
y garra en la transición, con su apoyo en escudero y rebosante de pausa,
suavidad y sueño para acunar el balón en las mallas después de quitar las
telarañas de la escuadra. Y luego el éxtasis. Miles de gargantas rugen,
explotan rindiendo pleitesía a la magia. Pero a ras de césped, el
cazarrecompensas no participa de la bacanal. Solo, callado, girando sobre sí mismo
mirando al horizonte como sólo Clint Eastwood sabe hacerlo cuando hace del
Rubio. Está claro que en el mundo hay dos tipos de personas, los que empuñan
las pistolas cargadas y los que cavan. Tú cavas.
Daniel Piñero
Daniel Piñero