martes, 17 de febrero de 2015

EL AGUANÍS

Raúl en su etapa en el Shalke 04. 
En los tiempos que corren, malos, pésimos, tiempos para la lírica que dirían, cada uno a su manera, Bertold Brecht y Germán Coppini, hablar de fútbol sin camiseta y sin pasamontañas es poco menos que saltar en cueros a la hoguera de los torquemadas de tertulia, de chupito de aguardiente, de panfleto con ínfulas y catecismo de multinacional; son tiempo tiempos en los que que la iglesia de tu equipo está muy por encima del dios del fútbol (ese arrinconado demiurgo de pasiones que tanto da como quita en su indescifrable concepto de la justicia poética), tiempos en los que fuera de tu equipo sólo existe la guerra santa; en palabras de Rubén Uría “Es el peaje exigido por esa mayoría a la que no le gusta el fútbol, porque lo único que les gusta es su equipo, ese al que deben un estúpido sentido de la lealtad que les invita e vivir una realidad virtual, en la que el mundo está contra su equipo, que es una suerte de campeón inmaculado que jamás comete un error ni debe hacer autocrítica”.

Hoy voy a caer en esa herejía moderna jaleada por los grupos empresariales con sus legiones de siniestros sicarios de lengua de trapo; por adelantado pido que suelten a los perros porque siendo polaco desde antes de que me nacieran los dientes hoy vengo a hablar del Aguanís, ese gol mítico, antológico, de una de las leyendas del archienemigo: Raúl González Blanco. Un gol en el que he pensado un montón de veces, soñando con recrearlo, desde que lo vi, en directo, en un bar al lado de la facultad cuando la Copa Intercontinental se jugaba en Tokio y había que fumarse las clases para verla.
Ese martes 1 de diciembre del 98 Real Madrid y Vasco da Gama se batían el cobre en el Estadio Nacional de Tokio en un partido bastante igualado, con ocasiones en las dos puertas y 1 a 1 en el marcador. El partido languidecía camino del extra hasta que allá por el minuto 40 Raúl tiró de desparpajo, calidad y sangre fía sentando a dos defensas, portero y un señor que pasaba por allí para marcar un gol con nombre propio: el Aguanís..La pócima tiene tres ingredientes marca de la casa, aunque el papel de regalo y el lacito los ponga Clarence Seedorf con un pase de cuarenta y tantos metros de los de llorar de gusto al verlo. Primer ingrediente, el movimiento, que es la esencia del fútbol; con el equipo casi en la cueva arranca por el costado izquierdo y tira diagonal hacia la media luna buscando esa distancia del dinero, la que hay entre central y lateral; pánico en la defensa. Segundo ingrediente, el control; para bajar al piso ese tomahawk a toro pasado hay que tener mucha finura; Raúl siempre dijo que se le fue un poquito más de lo que le hubiera gustado, y puede ser, aunque un control más corto le hubiera restado épica al tercer paso de baile o ingrediente secreto: el Aguanís, o mejor dicho, los aguanises, que fueron dos; un primer capotazo de zurda, casi necesario, a Vittor que venía como un morlaco a tapar el tiro y una segunda caricia a la pelota, genial, envolviéndola dulcemente, el auténtico aguanís que acuesta en la hierba a Odvan y Germano antes de marcar con la derecha.

A partir de ahí, pues como nunca dijo Don Quijote de la Mancha: “Ladran, amigo Sancho, luego cabalgamos."